viernes, 27 de mayo de 2011

Apuros

- Pero qué co...
Ni siquiera tengo tiempo de echar mano de algún arma, o de acabar la maldición que aflora natural a mis labios, muriendo en cuanto una mano de piedra atenaza mi garganta. Intento zafarme con un estudiado y preciso golpe en su muñeca, pero antes de terminar de ejecutarlo sé que no funcionará. Es lo malo del instinto, reaccionas y a veces, no es el camino correcto.
En apenas unos segundos me tiene cogido por el cuello, contra la pared, en vilo. O es una cyborg, o tiene más implantes que un mercenario de las guerras de fe, o está puesta con algún tipo de droga de combate.
El dolor en mi mano al terminar el golpe me da la respuesta. Es una cyborg. Mierda, de la mala.
- ¿Vas a estarte quieto?
Como si tuviera muchas opciones. No me ahoga, pero ejerce la suficiente presión para hacerme saber que con un simple gesto me parte el cuello. Dejo caer los brazos a los costados, en claro signo de rendición.
- Así me gusta - comenta con una sonrisa.
Me posa suavemente en el suelo de nuevo. Sus ojos ambarinos me persiguen irremisiblemente, como si quisiera asegurarse de que mis intenciones no van a cambiar. No soy pequeño. Mido casi seis pies, y debo estar en algo más de ciento sesenta libras, y sin embargo ella me hace sentir como un niño frente a un gigante.
Observo con mayor atención a mi recién estrenada compañía. Es demasiado hermosa para ser un cyborg de combate, de formas estilizadas. Supongo que debe ser un modelo de escolta o de infiltración, aunque a efectos prácticos no hay mucha diferencia. Sin las armas adecuadas y la ocasión propicia, un cyborg significa la muerte. Lo sé, porque en su día los cacé. La verdad es que casi prefiero enfrentarme a los dragones.
Se queda con los brazos en jarras, esperando a que termine mi escrutinio. Sonríe de soslayo. mostrando de nuevo su dentadura perfecta cuando el esbozo se convierte en una sonrisa completa.
- Veo que ya estás más tranquilo. Mejor. Eso facilitará las cosas.
Creo que enarco las cejas y gruño algo, aunque la verdad es que no tengo las ideas muy claras en este momento. Un rápido vistazo a mi entrepierna explica el por qué.
- ¿Te ayudaría el hecho de verme vestida?
- Eso depende - consigo articular conscientemente.
- ¿De qué?
Miro hacia otro lado. No me malinterpreten. Llevo muchos días en la espesura, y tendrían que ver lo que yo estoy viendo. Me dedico a proseguir mi afeitado con un suspiro. Si me quisiera muerto, ya lo estaría, así que para qué preocuparse por detalles nimios.
Cambio de tema intencionadamente. Vuelta a la realidad como mecanismo de defensa.
- Me pregunto qué hace una cyborg en mitad de la nada. Estás muy lejos de cualquier lugar mínimamente civilizado. ¿Eres una refugiada?
- No lo sé.
La cuchilla se para a medio camino. Evito cortarme por puro reflejo.
-¿Perdón?
Oigo un suspiro de resignación. No recordaba que estuvieran programados para hacer eso. Actualizaciones, evoluciones supongo.
- Digo que no lo sé. Me han borrado la memoria. Alguien ha estado toqueteando aquí dentro - dice mientras señala su cabeza, justo en la sien, por donde suelen tener el microprocesador central.
- Ajá. ¿Has probado a reprogramarte?
- No puedo.
Curioso. No es algo habitual. Normalmente los cyborg vienen equipados con su propio sistema de respaldo, y están programados para aplicarlo por sí mismos. Eso evita fallos que lleguen a provocar...accidentes.
Una idea cruza mi cabecita sin apenas ser consciente de ello. Supongo que al ver la nueve milímetros algo ha hecho "click" en mis neuronas.
- ¿El cadáver de un mercenario que me he encontrado en el camino, no tendrá nada que ver, verdad?
La cyborg se apoya en la pared, cruzándose de brazos. Casi diría que adopta la típica expresión de chica en apuros. Vuelvo a desviar la vista. Sigo siendo humano después de todo.
- Es posible - dice - Todo lo que sé es que me activé a unas millas de aquí, y al poco tiempo me atacó ese mercenario. Los demás estaban cerca, así que no tuve mucho tiempo para otra cosa que no fuera correr.
Mi instinto empieza a oler un problema bien gordo. Trago saliva a medida que considero las implicaciones de lo que esta diciendo.
- ¿Cuánto tiempo hace de eso? - inquiero con ansiedad
- Hará un par de horas. No pueden rastrearme con esta ventisca, no te preocupes.
- Y una mierda que no. Te pueden estar pirateando ahora mismo y ni te darías cuenta.
Recojo mis armas. Compruebo el rifle y extiendo el cable hasta la conexión cromada que tengo en la nuca. Creo que es hora de empezar a usar algunos trucos.
- No soy un modelo obsoleto - protesta - no me están pirateando.
A veces, sólo a veces, la prudencia es algo que desprecio en cantidades alarmantes. Cuando mi cara queda a escasos palmos de la suya, mi anterior erección ha desaparecido del todo. Supongo que cada cual tiene sus prioridades. La mía en este momento es la supervivencia.
- Mira "muñeca", si tuviera tiempo de sobra te demostraría lo fácil que es, si se sabe cómo. Coge la pistola y el chuchillo, vas a cubrirme.
En cuclillas, amartillo el rifle y enciendo el conector. Mis ojos adquieren sendas retículas de apuntado. Adoro el cibercableado de puntería. Ella obedece sin rechistar. Alcanzo mi talón y presiono en él suavemente, hasta que oigo el inconfundible sonido del sensor de movimiento instalado en él, rastreando la zona. Cualquier cosa más grande que un mapache será localizada si se mueve. Rezo para que esos cabrones no estén ya en posición.
- Ahí fuera no hay nadie - comenta la cyborg con su voz perfectamente modulada.
- Vale, las damas primero - indico señalando la puerta.
Parece vacilar. Es evidente que no lo hace, no entra dentro de sus procesos lógicos. O eso, o han cambiado muchas cosas desde que dejé el negocio. Pero el caso es que lo hace, o lo parece. La veo empuñar el arma con seguridad, y echar un vistazo por la ventana. Observo cómo sus ojos cambian de color e intensidad, mientras varía de un espectro de luz a otro, en busca de posibles amenazas.
Sin previo aviso tengo un cosquilleo en la nuca, no sé determinarlo, pero es parecido a cuando acecho a un dragón, y presiento que mi presa está haciendo lo mismo conmigo.
Mierda. Oh grandísima mierda.
- ¡Sal de la cabaña, ya!
- ¿Qué?
- ¡Qué salgas joder! - grito mientras la empujo hacia la puerta - ¡Corre!
Bendito instinto. A veces te lleva a golpear a una cyborg y llevarte un chasco. Pero otras veces te salva el trasero.
Salimos a la nieve, sin mirar atrás. No me hace falta para saber lo que está pasando. La noche se ilumina como si un pequeño sol hubiera ascendido justo en medio de la cabaña, mientras la onda expansiva nos empuja a ambos varios metros, derribándonos. A mí con peor suerte. Tras la explosión que ha engullido lo que quedaba de la cabaña, distingo en el aire la inconfundible silueta de un transporte de combate aéreo.
Sus compuertas se abren y varias siluetas descienden de un salto, aterrizando suavemente en la nieve. Antes de que ninguno se mueva, ya tengo a dos de ellos en mi retícula.
Entonces es cuando mi presentimiento cobra forma, y un potente rugido se impone al ulular del viento.
Dragones.

jueves, 26 de mayo de 2011

Dragones y Quimeras

Archivo primario...recuperando...fallo del sistema

Reiniciando funciones motoras...estado correcto

Reiniciando funciones sensoriales...estado correcto

Cargando funciones de comportamiento...deshabilitadas

Funciones vocales operativas...

Funciones lógicas operativas...

Comprobando localización y último estado...

...imposible determinar...


Hace frío. Me estoy congelando aquí afuera coño. ¿Por qué puñetas no me quedé en esa cueva que encontré hace un rato? Pues porque estaba habitada, por eso...
Me paro un segundo, con el ruido de mis botas crujiendo sobre la nieve recién caída. ¿He dicho ya que odio el invierno? Y encima esta puñetera costumbre de ir hablando solo. Creo que llevo demasiado tiempo en el yermo, necesito urgentemente pasarme por alguna población.
¿Pero dónde están mis modales? Bah, supongo que me los dejé en algún agujero perdido quién sabe dónde. Mi nombre es...bueno la verdad es que no me acuerdo mucho de cuando tenía un nombre, así que me he quedado con el que me han dado los colonos del Este: "Arsenal".
Supuestamente es porque llevo encima suficientes armas como para iniciar una guerra privada, pero eso no es cierto. La vida aquí fuera es muy dura. Algo que no necesita explicación, cuando la mayor parte de la fauna que merodea por estos lares te considera su desayuno...en el mejor de los casos. Otras veces el desayuno son ellos, pero no es lo habitual. Eso me recuerda que tengo que comprobar el estado de la mira de mi rifle. A veces son esos pequeños detalles los que te salvan de ser el almuerzo. Dicho y hecho. Parada en una peña cercana de este bosque endemoniado, vistazo rápido a mi arma principal. Una monada para ser sinceros, capaz de reventarle la cabeza a cualquier cosa como si fuera un melón. Algo muy necesario cuando tus presas miden cuatro veces lo que uno mimso, y pesan casi diez veces más.
Algunos me llamarían cazador furtivo, pero teniendo en cuenta la falta de leyes en estos páramos, mi ocupación es tan legal como otra cualquiera. Harto de cazar gente de mis tiempos de cazarecompensas, ahora me dedico a abatir a monstruos de toda clase. Puedo decir con orgullo que estoy especializado en Dragones.
No se rían. Existen. Y esos hijos de puta son mucho más listos de lo que la gente cree. Grandes como una casa, con garras y colmillos afilados, y la mala costumbre de ver como aperitivo a todo lo que no sea ellos mismos. Y encima vuelan los cabrones. Pillarlos desprevenidos no es nada fácil, pero por algo soy el mejor...
Mierda.
Esto me pasa por ir pensando en las musarañas. Acabo de tropezar con algo y me he caído de bruces en la nieve. Tal cual. Ahí tienen a toda una leyenda. El tipo duro al que todos temen, escupiendo nieve como un niño y tratando de conservar mi dignidad más o menos intacta. Me incorporo a medias, buscando el motivo por el cual he quedado como un completo imbécil. Es un cuerpo, un cadáver humano. Todos mis sentidos reaccionan al instante, y me incorporo amartillando el rifle, oteando en derredor en busca de un posible peligro. Paso al infrarojo, después a visión nocturna, pero no distingo nada en la oscuridad.
Genial...y mientras yo helándome aquí afuera...coño.
Sin amenazas inminentes observo el cuerpo. No tiene pinta de saqueador ni de carroñero. Va vestido con un uniforme de combate, uno de los muchos grupos de defensa paramilitares que alguien con pasta se costea como defensa, o como merecenario de operaciones negras. Su equipo parece intacto. Fusil de asalto con varios cargadores, una nueve milímetros en la cadera que hago mía en cuestión de segundos, cuchillo de combate y poco más. No hay raciones de campaña ni otros elementos que hagan pensar que estuviera por aquí excepto de paso. No tiene marcas visibles de violencia, pero tampoco soy un puñetero médico forense. Igual ha muerto de disentería...no tengo forma de saberlo.
¿Son imaginaciones mías o la ventisca se está intensificando? Dejo el cadáver atrás y retrocedo, cauteloso. No hay quien vea una mierda con esta cellisca, maldita sea. Necesito encontrar refugio a la de ya. Si mal no recuerdo hay una cabaña monte arriba, a una media hora más andando.
Echo un último vistazo al lugar donde está el soldado muerto, agradeciendo no ser el pobre diablo.
Mis nervios aún tardan unos minutos en calmarse, hasta que decido ponerme el rifle en bandolera. De todas formas, no se ve nada, de poco me valdría enarbolarlo, no podría elegir blanco ni queriendo. Saco la pistola y compruebo el cargador. Al menos el tenerla en la mano me transmite cierta sensación de seguirdad, por falsa que sea.
La vida hoy en día no es nada fácil. Desde el gran resplandor...todo se fue al carajo. Pero aquí sigo. Supongo que no soy capaz de considerar otra opción. Poco a poco me haré viejo, como los lobos solitarios, y alguien o algo me convertirá en aperitivo. Hasta entonces seguiré pateando culos y respirando. Tal y como están las cosas no se puede pedir más.
El camino al refugio me lleva algo más de lo esperado. No contaba con que la nevada fuera tan intensa, pero ya se sabe, si algo puede ir mal, irá rematadamente mal. Parece tan abandonado como siempre. Pero uno nunca puede fiarse. Más de una vez he tenido que disputarme un techo con hienas, tanto humanas como animales. Las humanas por supuesto, son las peores.
Es una simple cabaña de madera, de los tiempos de antes del resplandor. Algún sitio empleado por montañeros y cazadores para pasar la noche en estos bosques densos y abigarrados. Ahora el lugar está plagado de bestias, así que apenas nadie para por aquí. Abro la puerta con dificultad, debido a la capa de nieve que empieza a acumularse en el suelo. Apunto al interior con la pistola, agudizando el oído por si las moscas. Lo único que oigo es el ulular del viento, y sin poder evitarlo, el regüeldo que se me escapa al agacharme para ofrecer menos silueta a alguien que pueda estar emboscado.
Eso es sigilo, sí señor.
Por suerte para mí, el lugar parece desierto. Acomodo mis cosas encima de la mesa de madera que hay en el centro, y dejo el rifle en una esquina, a mano. Cierro la puerta y me dispongo a realizar mi ritual de cada noche.
Pasar revista a las armas, comer, y si el tiempo y las circunstancias lo permiten, algunas abluciones para mantener la higiene personal en mínimos sociales aceptables.
Empiezo a dejar sobre la mesa todo aquello que me ha hecho ganarme mi apodo. Lo primero es el rifle. Una belleza de francotirador, con mira selectiva, cibercableado y ajustado para alcance extremo. Escopeta recortada, cartuchos de postas, de los que hacen pupa en distancias cortas. Pistolas de nueve milímetros, ahora tengo dos. Hacha de leñador, más una herramienta que otra cosa, pero a veces es un recurso fiable. Cuchillo de supervivencia en la bota, y por último la joya de la corona: un sable de caballería que encontré en una especie de museo. El cabrón impone respeto sólo de verlo. Noventa centímetros de acero que deben tener más historia que un glaciar, pero aún así, manejable y resistente como pocas cosas que he conocido.
Saco la caja con los utensilios de mantenimiento. Baqueta, plumilla, aceite y algunas herramientas para el montaje y modificación de las armas. Con la facilidad que da el hábito las desmonto y limpio una a una. Aunque no hayan sido disparadas, de semejante costumbre depende el que puedan seguir haciéndolo, así que me aplico con esmero.
Tras terminar, un poquito de carne asada, calentada en un hornillo de camapaña que llevo en la mochila, y algo de vino para calentar el cuerpo.
Por último la higiene. Hoy toca afeitarse.
Preparo el cazo con agua, saco la navaja y el espejo, y a punto estoy de caerme de bruces cuando en el reflejo veo a una preciosa mujer, desnuda, acercarse sigilosamente a mí por detrás...